jueves, 23 de diciembre de 2010
Parte uno de El Silencio y las Sombras
El despertador sonó puntual a las seis como cada mañana y una vez más realizó el ritual de la pereza. Intentó negar la realidad pero el rayo de luz que ingresaba a la habitación oscura era el principal indicio que el día comenzó. Puntual a las siete se sentó frente al computador y recibió la primera llamada.
La sala de la dependencia oficial dos de logística a esa hora de la mañana olía a café y las primeras charlas y risas comenzaban a escucharse. Froilán Segovia comenzó a trabajar en esa repartición del estado hacía dos años y en ese tiempo logró ascender a la superintendencia. Pasaba sus días en la oficina y en el campo a cargo de la seguridad del gobernador Herminio Quezada. El trabajo no le significaba mucho esfuerzo ya que en los últimos años el desinterés de la población hacia los quehaceres políticos cayo al punto que los vecinos se mostraban ajenos a las actividades del ejecutivo, quebrantados por las innumerables denuncias de corrupción. Aquellos que rodeaban a Quezada eran solo sirvientes, la imagen política de las antiguas lloronas que se contrataban para los velatorios. Inofensivas y fieles, solo se ocupaban de llorar.
Esa mañana las actividades se centraban en el lejano pueblo fronterizo de Itaka que festejaba su santo patrono. Después de viajar entre las sierras forradas de selva en el horizonte se lograba ver el campanario de la capilla del pueblo ubicado justo en un vallecito que los lugareños llamaban Florecita de Alelí.
A esa hora de la mañana el pueblo estaba movilizado. Su única y principal calle estaba vestida de fiesta con banderines multicolores, vecinos que cruzaban llevando los enseres y niños correteando. Itaka contaba con unos cien habitantes, la mayoría de ellos pequeños granjeros de la zona que vivían de los tabacales de la empresa Kim.
A las once, con la llegada del gobernador Quezada, comenzaron a sonar las campanas de la capilla. Bajo un pequeño toldo se ubicaron las autoridades del pueblo y las viejas puertas de madera del templo se abrieron para que un grupo de creyentes saliera a la calle portando la imagen del santo. A paso lento cuatro hombres portaban la estatua rodeadas de flores prolijamente dispuestas en una base que descansaba en sus hombros. El cántico de los feligreses se escuchaba en todo el valle, en una pequeña fila mujeres y hombres seguían la imagen del santo por la calle de tierra del pueblo. Caminaron así hasta el puente montado sobre el arroyo Baigorria justo en la entrada del pueblo.
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